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nubes de incienso. Monseñor Ottaviano da Melzo pronunció una docta homilía dirigida a los augustos
esposos y al duque Ludovico; después llegó la bendición del obispo de Como, Trivulzio, y al final el
majestuoso tedéum de agradecimiento.
A la salida, entre los aplausos y los gritos alegres de la multitud, se preparaba el cortejo, pero antes de
que los invitados se pusieran en camino, el notario Opizzoni, un pequeño notable tortonés, empujó hacia
delante a su hijo Dertonino, que confuso y titubeante se acercó a los Duques y comenzó a declamar un
soneto en homenaje a los ilustres convidados:
Excelso Duca, o Cesare novelo
justicia cum forteza et temperanza
prudencia, fede, carità et speranza
te fano triumfare sempre vivo a belo...
Afortunadamente los modestos versos del notario pasaron desapercibidos a aquel público desatento
hasta que, al final de la filatería, en medio del aburrimiento general, concluyó:
Johane Galeazo Duca de pace
Christo te exalta cum prosperitade
e guarda Derthona in tua bontade.
Aunque la poesía iba dirigida al joven Duque, fue el Moro quien con la mano enguantada hizo un
distraído gesto de agradecimiento y el notario y su hijo se retiraron satisfechos.
El cortejo sólo pudo ponerse en marcha a la hora sexta, cuando al haber pasado el mediodía todos sus
componentes advertían ya los mordiscos del hambre.
Sin embargo, el grupo descendió de la colina desfilando por las calles del pueblo con grandísima fiesta
y triunfo. La gente atónita admiraba a los sesenta caballeros vestidos con brocado y oro y a las cincuenta
damas que, cargadas de perlas y collares, lucían suntuosas vestes, todos ellos al compaseo de sesenta y
dos clarineros y doce pífanos.
Las calles de Tortona estaban cubiertas con telas blancas y de los muros de las casas colgaban tapices y
festones de enebro y naranjas amargas; tanto que en esa ciudadela nunca se vio nada más hermoso. De las
puertas y ventanas brotaban muchachas y mujeres vestidas con todo el decoro de su condición.
Para contener la exuberancia del pueblo, en las esquinas de las calles que atravesaba el cortejo había de
diez a doce soldados.
Una vez atravesado el pueblo, remontaron nuevamente hacia el castillo, donde se celebraría el
banquete. A lo largo del camino, se podían ver apostados más de cien estradiotes y ballesteros a caballo.
Su Excelencia el duque Gian Galeazzo llevaba una veste de brocado y oro tan rica y hermosa como
jamás ninguna lo fue antes. En el bonete brillaban una punta de diamante y una perla redonda más grande
que una avellana, mientras que en el pecho colgaba un estupendo balaje.
También la Señora Duquesa iba vestida de brocado y tenía una guirlanda de perlas en la cabeza y joyas
maravillosas en las mangas y en el cos; las damas que la rodeaban llevaban trajes riquísimos.
Pero más que ningún otro era el duque Ludovico quien a su paso lograba enmudecer a la multitud fasci-
nada y atemorizada. Lucía una bellísima jornea pespunteada de rubíes y diamantes y tejida en oro con las
empresas de la casa de los Sforza.
Sobre el pecho tenía bordada una especie de red en trama de hilos de oro, el burato de oro, sostenido
por cuatro manos angélicas, dos a los lados y dos en los hombros, donde con letras de oro se leía el lema:
«Tale a ti quale a mi. »
De su cuello colgaba un rubí balaje, llamado «el marone», con el emblema grabado del caduceo de
Mercurio, que tanto apreciaba como símbolo de paz y prosperidad. En el dedo llevaba el celebérrimo
anillo de corniola con la efigie tallada de un emperador romano: era el sello que imprimía sobre todas sus
órdenes en señal de autenticidad. En la cabeza llevaba un bonete oscuro con un broche de oro con la
inicial «M» y una gran perla pinjante. A1 regresar de la función religiosa, los Legados y amigos, que
estaban especialmente hambrientos, optaron esperanzados por reaparecer en la cocina de maese Stefano, a
pesar de que se dijo a todos que el día del banquete no tendría tiempo para dar de comer a nadie, de veras
a nadie. Ante la imprevista llegada de los intrusos, los cocineros se precipitaron al final de la escalera de
entrada para cerrarles el paso haciendo visibles signos de denegación con la mano y la cabeza. Pero la
circasiana y Dona Evelyne, exhibiendo las más seductoras de sus sonrisas, forzaron el obstáculo y se en-
caminaron directamente hacia maese Stefano.
El Gran Cocinero trataba de rebelarse a sus zalamerías, pero las dos damas lo cogieron suavemente por
debajo del brazo, implorándole. Casi inmovilizado, maese Stefano seguía sacudiendo la cabeza,
negándose, mientras micer Jacopo, que acababa de llegar, se sentaba a una mesa y observaba la escena
sonriente. Sabía que su refunfuñón amigo no se resistiría a las monerías de la circasiana y aún menos a los
ojazos gris-azulados y suplicantes de Dona Evelyne.
En un momento dado, forcejeando graciosamente, el cocinero dijo:
-¡No, y siempre no! -Se contradijo de inmediato-. Quizá, a lo sumo, podría daros sólo alguna cosilla
para calmar el hambre y basta, luego ¡todos fuera enseguida! -Lo dijo con el tono más malvado y molesto
que pudo... pero lo dijo.
El cocinero se irritó mucho, porque el diplomático había estallado en una carcajada. Le fastidiaba que
su amigo lo sorprendiera en un momento de debilidad.
- ¡Pero daros prisa! -gritó entonces tratando de mostrarse muy brusco, al tiempo que acompañaba a
Doña Evelyne hacia una de las mesas, con tal dulzura de modos y tal sentimiento de devoción que sus
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