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buena, un poco loca.
«Ponele la firma», pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba
cada vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable
todavía, una chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un
diploma, bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a
las palomas de la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de
risa. A veces mala.
Nos peleamos dijo Emmanuèle porque me aconsejó que dejara en paz a
Célestin. No vino nunca más pero yo la quería mucho.
¿Tantas veces había venido a charlar con usted?
No le gusta, ¿verdad?
No es eso dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso,
porque la Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la
clocharde, y una elemental generalización lo llevaba, etc. Celos
retrospectivos, véase Proust, sutil tortura and so on. Probablemente iba a
llover, el sauce estaba como suspendido en un aire húmedo. En cambio haría
menos frío, un poco menos de frío. Quizá agregó algo como: «Nunca me habló
mucho de usted», porque Emmanuèle soltó una risita satisfecha y maligna, y
siguió untándose polvos rosa con un dedo negruzco; de cuando en cuando
levantaba la mano y se daba un golpe seco en el pelo apelmazado, envuelto por
una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que en realidad era una bufanda
sacada de un tacho de basura. En fin, había que irse, subir a la ciudad, tan
cerca ahí a seis metros de altura, empezando exactamente al otro lado del
pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón donde las palomas
dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin fuerza, la
pálida sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que no baja
porque seguramente iba a lloviznar como siempre.
Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon
juntos la escalera. En lo de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue
de l Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle
condescendió a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y
se hicieron una excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con
fósforos desconfiados. Desde el otro lado de los portales venía un ronquido
como de ajo y coliflor y olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira
resbaló hasta quedar lo más bien instalado en el rincón contra la pared,
pegado a Emmanuèle que ya estaba bebiendo de la botella y resoplaba
satisfecha entre trago y trago. Deseducación de los sentidos, abrir a fondo
la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana. Un
minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier aprendizaje. Conteniendo
la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo sabía que el cuello
estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el olfato. Cerrando
los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque un cuarto
litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro,
satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con
la cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle
hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo,
amonestaba maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas,
su cara se encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas
de mugre en la frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha
triunfal de diosa siria pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza
criselefantina revolcada en el polvo, con placas de sangre y mugre pero
conservando la diadema eterna a franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada
en el polvo y pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mear
contra los senos mutilados, hasta que el más payaso se arrodillaba entre las
aclamaciones de los otros, el falo erecto sobre la diosa caída, masturbándose
contra el mármol y dejando que la esperma le entrara por los ojos donde ya
las manos de los oficiales habían arrancado las piedras preciosas, en la boca
entreabierta que aceptaba la humillación como una última ofrenda antes de
rodar al olvido. Y era tan natural que en la sombra la mano de Emmanuèle
tanteara el brazo de Oliveira y se posara confiadamente, mientras la otra
mano buscaba la botella y se oía el gluglú y un resoplar satisfecho, tan
natural que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el signo
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