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-¿Y entonces qué haré?
-Eso no es importante ahora -contestó Barton-. Tu tarea ha terminado. Ahora me
corresponde a mí.
Se pusieron de pie a un tiempo. Afuera, en la acera, se separaron con un apretón de
manos pleno de profunda significación. A su alrededor bullía la despreocupada vida
nocturna, brillantemente iluminada; un símbolo del vasto e intrincado sistema de control y
equilibrio que conservaba la unión de los seres civilizados. Los seres civilizados que
toleraban a los Calvos y, si bien tal vez un poco a regañadientes, les daban la
oportunidad de ganarse su salvación. Ambos pensaban en lo mismo: cuán fácilmente esa
sencilla multitud podía convertirse en una turba sedienta de sangre. Ya había ocurrido,
cuando los Calvos aun eran nuevos en el mundo, y el peligro seguía latente.
De modo que Barton se fue solo con la comisión no explícita de toda su especie, que le
demandaba hacer aquello para lo que había sido condicionado desde su nacimiento. La
especie era lo importante; no los individuos. Su helicóptero ya estaba a punto, y partió
hacia Galileo, en la costa atlántica, pensando aun en la empresa que debía acometer.
Estaba tan abstraído que sólo las señales de radio le impedían chocar con otros
aparatos. Pero al fin las luces de la ciudad de los técnicos aparecieron en el horizonte.
Como todas las comunidades dedicadas a la tecnología, Galileo era más grande que la
mayoría de los poblados. Los científicos eran gente pacífica y ninguna de sus ciudades
había sido arrasada. Niagara, con sus inmensas fuentes energéticas, estaba más
densamente poblada que Galileo, pero esta última ocupaba un área mucho mayor.
Debido a lo peligroso de algunos experimentos, su extensión abarcaba kilómetros, en vez
de ser una de las impenetrables, compactas urbanizaciones que eran modelo impuesto
en América.
A ello se debía la existencia de transportes de superficie, cosa poco habitual. Barton se
dirigio a la casa de Denham -no había apartamentos, por supuesto, en una cultura
sumamente individualista aunque respetuosa de la interdependencia- y tuvo la buena
fortuna de encontrarlo allí. Denham era un Calvo apacible, de cara redonda, cuyas
pelucas se habían venido haciendo, año a año, mas grises, hasta llegar al blanco. Saludó
a Barton efusivamente; lo hizo oralmente, porque había gente en la calle, y los Calvos se
guardaban muy bien de hacer ostentación de sus poderes.
-Dave. No sabía que habías regresado. ¿Que tal por África?
-Mucho calor. No he jugado al frontón-azar durante seis meses. Creo que estoy
perdiendo forma física.
-No da esa impresion -dijo Denham, con una mirada envidiosa-. Entra. ¿Bebes algo?
Conversar acerca de cosas intrascendentes mientras bebían una copa. Sólo que no...
conversaron. Barton actuaba en la plenitud de su conciencia; no quería decirle demasiado
a Denham, debido especialmente a la presencia de Sam Faxe allí, en Galileo; no dejó de
mencionar el tema, pero no entró en detalles. Evidentemente, el problema era mas difícil
de lo que había esperado. Terminaron en la sala de juegos, con pantalones cortos,
enfrente de un muro surcado por innumerables relieves, dividido en segmentos que se
movían erráticamente. Allí jugaron al frontón azar. Era sencillo predecir la fuerza con que
Denham iba a lanzar la pelota, pero no había medio humano alguno de determinar el
ángulo de rebote. Anduvieron a saltos un buen rato, haciendo mucho ejercicio y
conversando telepáticamente durante todo el tiempo.
Denham señaló que su juego favorito seguía siendo el tiro. Y, más aún, la ruleta. Podía
jugar ambos con sus amigos no Calvos, mientras que el bridge y el póquer ¡Uh! ¿Quién
iba a jugar al póquer con alguien capaz de leer la mente?
Barton estuvo de acuerdo en que mientras las cosas dependieran de la suerte o la
fuerza física, era posible participar; pero no había demasiadas oportunidades. La lucha y
el boxeo suponían una planificación lógica. Pero cabía competir en muchas otras pruebas
olímpicas: tiro, salto de altura, carreras. En todo aquello en que no fuese necesario
enfrentarse al oponente. Los juegos de competencia directa, como el ajedrez, estaban
vedados.
Bueno, pensó Denham, tú te dedicas a una actividad que implica cierta competencia.
¿La caza? El pensamiento de Barton pasó rasando el terreno hasta detenerse sobre
un tigre aletargado, recién alimentado; el animal tenía una profunda conciencia de su
fuerza, como si se tratara de una zumbante dínamo. Esto se unía sutilmente en la mente
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